
Terror. Sentíamos terror. El temblor de la tierra sobre nuestros pies nos acariciaba para asustarnos, para que podamos encarar a la muerte. El fuego, el olor a azufre que penetra nuestras fosas nasales cortando todo su paso nos permitía sentirnos esclavos del diablo una vez más. Este casco, duro, era tan pesado como nuestra conciencia.
Mis colegas, el viejo Billy, Tommy, y Daniel me siguen. Alcanzo a ver por última vez a Jack que se pierde en el humo. El agudo grito se asoma entre las tinieblas para estremecernos y solo llego a divisar su cuerpo destrozado volando por los aires. Delicadas y finas gotas me salpican el rostro. ¡Dios! Desearía que fuera agua.
El camino está duro, más bien destrozado, pero debo seguir corriendo. Mis pies ampollados gritan basta, mi corazón agitado me insulta y mis pulmones me amenazan. Pero una brisa frenética y cíclica me devuelve las ilusiones. Mi cuerpo se olvida de todo dolor y activa sus motores más ocultos. Y ahora Realizo los 20 metros más largos de mi vida, solo oigo zumbidos y explosiones, mi cuerpo es ahora aire, viento y cenizas.
Un hombre saluda desde el helicóptero y me extiende su mano. Tommy cae desmayado a mi lado. No recuerdo su rostro, solo mis pies chapoteando en la sangre.
El rescate perfecto. Mi pelotón aniquilado y yo el único sobreviviente. Intento subir al helicóptero con mis pocas fuerzas y una brillante luz me deja ciego. No oigo nada, no puedo ver, no puedo sentir. Y ese maldito olor a azufre aparece de nuevo.
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